Nota: Este blog forma parte de Lustig, N. & Tommasi, M. (2020). El COVID-19 y la protección social de los grupos pobres y vulnerables. UNDP. (Próximo a ser publicado)
A la fecha de aparición de la pandemia del Coronavirus (COVID-19), existían en el mundo cerca de novecientos millones de personas con deficiente acceso a una alimentación suficiente y adecuada. Es por esto que el desafío a la seguridad alimentaria es particularmente serio. Dentro de esa población con alimentación deficitaria, por lo menos ciento cincuenta y cinco millones presentan severas deficiencias alimentarias y su situación puede agudizarse críticamente con el avance de la pandemia.
Acaba de publicarse el Reporte Global sobre las Crisis Alimentarias (GRFC) para el 2020 que aporta datos puntuales sobre los problemas de hambre aguda en el mundo, con detalles por regiones y países. Ahí se señala como la pandemia del COVID 19 puede deteriorar más la situación de las poblaciones con inseguridad alimentaria aguda o crítica. El GRFC señala que con el COVID 19 su número podrá aumentar muy sensiblemente, sobre todo en alrededor de treinta países, básicamente en el Sahel, en el llamado Cuerno del Este de África, incluido el Sudán del Sur[1], así como en otros países del áfrica subsahariana, como la República Democrática del Congo, y Zimbabue. En el Medio Oriente hay problemas severos de hambre en Yemen, también Afganistán y, en menor medida, en Pakistán. Ahí se debe que actuar con ayuda alimentaria pronta y directa, antes de que los efectos de la pandemia del COVID 19 exacerben las cosas y se pueda desarrollar una verdadera hambruna.
Pero el problema no se detiene en esas zonas altamente críticas; es mucho más extendido, pues adicionalmente, una gran población está bajo una clara situación de “estrés alimentario” y si bien su situación es menos crítica, también requiere de atención. En este caso, la lista se amplía a muchos otros países, sobre todo en África subsahariana, el Sur de Asia e inclusive algunos de América Latina, sobre todo Haití, algunas regiones de América Central, en el llamado “corredor seco” centroamericano en Guatemala, El Salvador y Nicaragua, y asimismo en Venezuela, sobre todo en áreas fronterizas donde una gran cantidad de población desplazada, padece escasez crónica de alimentos. Los problemas de inseguridad alimentaria se extienden más allá de esas zonas críticas y se hacen presentes en las barriadas marginales de las grandes ciudades, toda vez que el COVID 19 ha arrasado empleos y derrumbado ingresos.
No debe olvidarse que la clave de la seguridad alimentaria está en el acceso de forma continuada y sistemática a una alimentación suficiente en cantidad y calidad. En el caso del COVID 19 el problema de acceso no se está dando tanto por falta de disponibilidad de alimentos (la oferta global es abundante) sino por una caída abrupta y catastrófica del ingreso (y del empleo). Esta es la situación en muchos países en desarrollo, pero también se observa en países más desarrollados.
Los impactos del COVID 19 en la seguridad alimentaria son globales y sistémicos, pero también existen impactos a nivel local que hay que tener muy en cuenta. Una paradoja de la seguridad alimentaria es que mientras más pobre y vulnerables es una población, más es necesario satisfacer sus necesidades de alimentación a nivel local. Su interacción con los mercados es tenue y errática. Esta es una consideración fundamental a la hora de actuar y decidir cómo y dónde llevar diversos tipos de apoyos.
Ante la coyuntura, conviene mirar primero al mercado mundial de alimentos. Hay que reconocer que por el momento no hay problemas de oferta agrícola. En general el mundo ha tenido y espera tener buenas cosechas en el 2020. Por fortuna, los mercados agrícolas no muestran, al menos no todavía, sobresaltos mayores y se están despejando con normalidad.
El problema está del lado de la demanda, en el acceso a los mismos, que es la variable clave de la seguridad alimentaria. Las impostergables medidas de confinamiento (cuarentena) y distanciamiento social, vinculadas a episodios de pánico han desplomado el empleo y los ingresos de millones de personas, sobre todo de aquellas dedicadas a servicios como los turísticos, de transporte y restoranes, centros de deporte y entretenimientos. El comercio ha sufrido también, sobre todo el minorista de pequeñas y micro empresas (PYMES); y desde luego los trabajadores informales o los llamados “cuenta-propia” que están padeciendo no solo un súbito desempleo sino la acuciante falta de ingresos para satisfaces sus necesidades más elementales, comenzando por la alimentación. Por último, los desplazados por conflictos y trabajadores migrantes, sobre todo los agrícolas que sufrirán un inmediato empobrecimiento y pondrán en riesgo las mismas cosechas que ayudan a levantar. Las remesas a sus familias en los países de origen dejaran de fluir, por lo menos parcialmente.
Todo este efecto negativo de corto plazo, se verá amplificado ante el impacto generalizado del desplome económico, entrando en un círculo vicioso, que una vez establecido, no será fácil de romper. Los cálculos más recientes de los principales organismos multilaterales, señalan un escenario muy pesimista. Los países del G-20 están entrando todos en una profunda recesión y, en promedio, se estima que la caída sea de alrededor de un -5 o -6%. No será ya sorprendente que este año del 2020 sea el de peor desempeño económico en casi cien años.
Las respuestas frente al desplome ya se están dando con celeridad en numerosos países, y contando con el apoyo de organismos multilaterales; son sobre todo de tipo fiscal y de alivio financiero. Aquí mencionaremos solo a las estrictamente relacionadas con la agricultura y la alimentación.
Veíamos atrás que no existe un problema de oferta y que los problemas del lado de la demanda refieren sobre todo a la caída de empleos e ingresos. Vinculado a esto, hay que mencionar a las posibles interrupciones en las cadenas de valor de los alimentos. Si no queremos comprometer la seguridad alimentaria, se hace necesario que estas cadenas permanezcan abiertas. Tanto en lo referido a los insumos, como a los cultivos, y los alimentos listos para su consumo final. El sistema alimentario es un sector universalmente reconocido como esencial y debe seguir fluyendo. La agricultura es una de las actividades que pueden responder bien a la crisis y por eso resulta vital apoyar a su cadena de valor. Este es el principal mensaje que hay que trasmitir.
Es pues necesario mantener abiertos los mercados, no interrumpirlos artificialmente con barreras arancelarias, cuotas, cierres fronterizos, ni encarecer las cadenas logísticas y de transporte. Al mismo tiempo, los gobiernos deben asegurar que las cadenas de pago y financiamiento tampoco se corten. Es indispensable apoyar con créditos accesibles las actividades agroalimentarias. Para ello hay que considerar ampliar subsidios y transferencias que en la mayoría de los países ya se venían entregando. Por último, no olvidar que en numerosos países, adicionalmente, se hará necesaria la ayuda alimentaria directa, como aquella que presa el Programa Mundial de Alimentos (PMA).
Será igualmente importante, aunque sus efectos sean a mediano y más largo plazo, impulsar y proteger las llamadas “cadenas cortas de valor”. Se trata de centros de producción y mercados que operan a nivel regional, a menudo articulados por pequeñas ciudades rurales. Dichas cadenas cortas, pueden activar mercados locales y regionales y generar una oferta de alimentos estable y suficiente. Pero requieren de cierta protección y apoyo pues frecuentemente, los supermercados y otros centros de distribución, las cortan literalmente al no adquirir o distribuir su producción. Aquí serán importantes, las alianzas publico privadas, y las compras del gobierno para dar salida y certidumbre a su producción. Lo local es vital en materia de seguridad alimentaria para las zonas rurales remotas y marginadas.
Por último, a mediano y a largo plazo, (pero iniciando desde ya) se requiere de poner en marcha en los países en desarrollo, de un amplio programa de relanzamiento de la pequeña agricultura familiar, incluidas formas tradicionales de apuntalar a la suficiencia alimentaria a nivel local y aun familiar. Todo esto requiere de bienes públicos, de semillas e insumos estratégicos, de crédito, financiamiento asequible y de garantías líquidas, en otras palabras, de un razonable manejo de riesgos para no inhibir el impulso productivo. Insistamos: es todavía tiempo de actuar y hay que hacerlo ya, in titubeos.
[1] En el Este de Asia y algunos países del Medio Oriente las cosas se agravan por la presencia de una enorme plaga de langosta, la peor en veinte años, que está diezmando las cosechas.