Nota: Este blog forma parte de Lustig, N. & Tommasi, M. (2020). El COVID-19 y la protección social de los grupos pobres y vulnerables. UNDP. (Próximo a ser publicado)
Los países más desarrollados de América Latina han solido mostrar signos de hermandad con el resto de los países de la región, abriendo las fronteras a quienes hayan decidido migrar. Las composiciones de migrantes por países son variadas y la aceptación social a estos grupos también. Chile tiene, por ejemplo, una alta cantidad de migrantes haitianos, peruanos y colombianos, mientras que Costa Rica alberga mayormente migrantes de Nicaragua, y Colombia ha recibido en los últimos años el mayor flujo de migrantes venezolanos. Sin embargo, episodios de discriminación y xenofobia han ido creciendo y ante esto, Naciones Unidas decidió lanzar el Pacto Global de Migración que la mayoría de los países de la región firmaron (si bien por fuera de América Latina, vale mencionar que Estados Unidos lo rechazó) para contribuir a una mejor posición de los migrantes en los países de destino (por ejemplo, solo 11 de los 29 países de la región de América Latina y el Caribe tienen penas legales por actos de discriminación).
El proceso migratorio que comenzó en la segunda década del siglo XXI en Venezuela registra un estimado de 4.4 millones de migrantes asentados en distintos lugares del globo y representa la migración más grande y temporalmente concentrada de la historia de América Latina. El mayor flujo migratorio se dio hacia Colombia, donde en el último registro oficial de migrantes contaba con aproximadamente 1.800.000 personas de procedencia venezolana.
Muchas veces existe en el colectivo local una estigmatización al migrante. En base a un estudio llevado a cabo por la Oxfam entre febrero y julio de 2019, en Ecuador, Perú y Colombia, un 70% de los encuestados apoya mayores restricciones en los pasos fronterizos con Venezuela y el 50% presume que las mujeres terminarán ejerciendo la prostitución. A su vez, quienes llegan son vistos como una amenaza a la estabilidad laboral y el 70% de los encuestados han declarado que los migrantes toman los trabajos de los locales y deprimen salarios por estar dispuestos a trabajar por menores remuneraciones. En Perú, el 63% de los encuestados perciben que los inmigrantes se llevan más de lo que aportan a la economía local y según un estudio de la Universidad de Medellín, el 80% de los encuestados asocian a los migrantes con el aumento de la delincuencia y la prostitución.
El freno en la actividad económica inducido por la crisis del COVID-19 a través de las políticas de distanciamiento social, que generó el cierre indefinido de rubros como el gastronómico, hotelero y comercial, ha aumentado la vulnerabilidad de los migrantes en los distintos países de la región (según un estudio de Adecco en Argentina en 2019, el 60% de los migrantes venezolanos empleados estaba en uno de estos tres rubros). Muchos migrantes en estos sectores y en otros de la economía informal, trabajan a cambio de un jornal, con el que pagan a diario el arrendamiento de sus cuartos y cubren el resto de sus necesidades. El cese de la actividad económica ha puesto a muchos migrantes en la calle y carentes de ingresos, pues la mayoría no recibe transferencias del estado de ningún tipo. En Argentina, por ejemplo, las políticas de estado que pueden alivianar el efecto de la crisis sobre los más vulnerables como el Ingreso Familiar de Emergencia y el bono de la Asignación Universal por Hijo, excluyen a todos los migrantes que no tengan dos años de residencia legal. Por fortuna, Argentina cuenta con un sistema de salud pública y universal a la que los migrantes pueden acceder, pero esto no los exime de tener que enfrentar episodios de discriminación en el intento. La ausencia de un estado que respalde a los migrantes como al resto de sus ciudadanos también se hace notar en Perú, donde el acceso al sistema de salud está cerrado para los extranjeros que no cuentan con un contrato de trabajo legal. La situación en Estados Unidos también es compleja, donde la elegibilidad para acceder al sistema de salud financiado por el sector público requiere de al menos cinco años de residencia en el país. Muy posiblemente, este fenómeno combinado con barreras de lenguaje y culturales, esconda por qué los migrantes en ese país realizan visitas al médico de forma muy esporádica y sus gastos en salud son muy bajos con relación a los de un ciudadano americano.
A su vez, Estados Unidos cuenta con centros de detención de migrantes en las fronteras con México. En el año 2018, 396,448 personas quedaron bajo la custodia del Immigration and Customes Enforcement (ICE) y se registró un promedio diario de 42,188 retenidos durante el año. En 2019, hubo registros diarios de 2.000 niños retenidos por la US Border Patrol y separados de sus padres.
En Colombia, la crisis del COVID-19 ha llevado a muchos venezolanos a concentrarse en plazas públicas esperando algún tipo de ayuda ante la pérdida de su empleo, incluso para volver a Venezuela. Esto generó el aumento de actos de xenofobia, pues los ciudadanos ven en los numerosos grupos de migrantes en las plazas una amenaza a su salud. La austeridad económica y el aumento de la xenofobia y la discriminación ha hecho que otros miles (se estima un flujo de 600 personas por día desde abril) hayan decidido regresar a Venezuela, donde los servicios de salud se encuentran devastados y la escasez de alimentos y medicamentos esenciales es un fenómeno de todos los días. A su vez, la vulnerabilidad de contagio crece en la frontera, ya que el gobierno venezolano pone a quienes cruzan en cuarentena bajo condiciones sumamente precarias y de hacinamiento.
Finalmente, entre tanta vulnerabilidad hay algo que es claro: las restricciones al sistema de salud y la carencia de transferencias del estado, pone a los migrantes Latinos en América Latina y Estados Unidos en una situación de precariedad mayor a la de los nativos. La forma en la que los gobiernos decidan responder ante esta emergencia sanitaria global resulta crucial para garantizar un mínimo de bienestar a estos grupos, que también contribuyen al desarrollo del país en que se asientan.
Según un informe del Banco Mundial, el 57% de los migrantes venezolanos en Perú tienen estudios secundarios y la mitad de ellos cuentan con título universitario. En el mismo informe, se estima que los migrantes han contribuido en un 8% al crecimiento del PBI registrado en el país en 2019, y que, si los recursos de mano de obra migrante son bien aprovechados, pueden obtenerse ganancias de productividad superiores al 3%.
En otro informe, el Banco Mundial ha estimado que el costo que el gobierno de Colombia debe enfrentar para atender las necesidades de los migrantes en el contexto actual oscila entre el 0,2% y el 0,4% del PBI. Por fortuna, el gobierno colombiano ha dado señales de querer cooperar con la situación y ha solicitado un préstamo por USD 11.000 millones al Fondo Monetario Internacional para atender las necesidades de la población frente al COVID-19, incluidas las de los migrantes.
Es cierto que muchos de los países de América Latina tienen un sistema de salud y de asistencia gubernamental estructuralmente precarios pero la coyuntura actual debe llevarlos a diseñar políticas de estado de alcance total, independientemente de la nacionalidad y el estatus legal de los beneficiarios. Ya sea guiados por la moral humanitaria o por el nacionalismo exacerbado, tomar decisiones de política inclusivas en este contexto es proteger a los ciudadanos nativos. Desoír las necesidades de las comunidades migrantes en materia de salud, vivienda, alimentación, seguridad e higiene, es hoy más que nunca, un atentado contra la salud y el bienestar de los mismos ciudadanos.
* Esta nota refleja puramente la postura del autor y no necesariamente la del Banco Mundial.