Ha llegado entonces la hora de que todos los países —ricos y pobres— optemos por una total transformación para avanzar hacia la próxima frontera del progreso humano.
El progreso humano al borde del colapso
15 de Diciembre de 2020
El coronavirus alteró todo lo que creíamos invulnerable. En menos de un año, millones de personas han perdido la vida y miles de millones se han quedado sin la oportunidad de trabajar y estudiar en una pandemia que amenaza con retroceder el desarrollo humano, por primera vez en treinta años. Pero esta crisis solo es un ejemplo de lo que viviremos en el Antropoceno, la nueva era geológica donde nosotros somos quienes alteramos el planeta, amenazando nuestra propia sobrevivencia.
A esta nueva era hemos llegado con incendios forestales y huracanes sin precedentes, pérdidas irremediables en los glaciares y cada vez más migraciones en un intento por escapar de estos extremos climáticos. Así, la COVID-19 es un síntoma más del Antropoceno y también un punto de inflexión para elegir por fin un camino distinto para el desarrollo. Una senda en la que utilicemos nuestro poder sobre el planeta para recuperar, en vez de destruir. Ese es el llamado de urgencia que lanzamos en el nuevo Informe de Desarrollo Humano 2020.
A 30 años de la creación del Índice de Desarrollo Humano (IDH), que mide el progreso en términos de salud, educación y nivel de vida, evidenciamos que el Perú aumentó el valor de su progreso humano en 26.8% desde 1990. Con un IDH de 0.777 en 2019, el país se posiciona entre los siete de América Latina que han logrado un alto desarrollo humano.
Sin embargo, en el informe también advertimos que el progreso de toda la humanidad se detendrá si mantenemos nuestra presión sobre el planeta. Para ilustrarlo, el PNUD introduce una variante que ajusta el IDH en función de las emisiones de CO2 y la huella material por el uso de recursos naturales. Con este ajuste sale a la luz una preocupante realidad: ningún país en el mundo ha logrado un desarrollo humano muy alto sin dañar el planeta. En efecto, el Perú pierde el 4,4% del IDH debido a su presión planetaria.
Ha llegado entonces la hora de que todos los países —ricos y pobres— optemos por una total transformación para avanzar hacia la próxima frontera del progreso humano. Este cambio empieza por rechazar la idea de que debemos elegir entre las personas y la naturaleza. La realidad es que salvamos a ambas o a ninguna, ya que cualquier desarrollo a costa del planeta nos condenará al fracaso.
Para prosperar en esta nueva era, los gobiernos deben asumir la responsabilidad de ofrecer un liderazgo que ayude a todos—desde individuos, sociedad civil y sector privado— a llevar a cabo las transformaciones necesarias. Tenemos ir más allá de aportar soluciones a problemas individuales y, en su lugar, focalizar los esfuerzos colectivos en cambiar nuestra manera de vivir, trabajar y relacionarnos. Esto supone trabajar con —y no contra— la naturaleza, al mismo tiempo que transformamos las normas sociales, los valores y los incentivos gubernamentales y financieros.
Al trabajar con la naturaleza, existe un enorme potencial para el progreso humano. Por ejemplo, en los últimos años desde el PNUD colaboramos con diversas comunidades en la creación de nuevas áreas que salvaguardan una biodiversidad única en el Perú. Una de ellas es Yurúa, la primera asociación indígena del país que ha recibido una concesión para conservar su territorio ancestral en Ucayali frente a las amenazas de la deforestación y tala ilegal. Cerca a la frontera con Brasil, estas 45.000 hectáreas albergan una riqueza de bosques que da vida a las poblaciones asheninka, ashaninka, yaminahua, amahuaca y yanesha, al igual que a algunos de los últimos pueblos indígenas en aislamiento y contacto inicial.
En esta misma región, recurrimos a tecnologías más innovadoras junto al Gobierno peruano y diversas organizaciones indígenas para trazar mapas de “áreas esenciales de soporte a la vida”. Como su nombre sugiere, se tratan de aquellas zonas que debido a su gran biodiversidad resultan esenciales para nuestra vida y, por tanto, en ellas debemos buscar soluciones que den oportunidades a las poblaciones locales en sintonía con la naturaleza.
Pero todas estas transformaciones afrontan un gran obstáculo: la desigualdad —de poder y de oportunidad— que se da entre países y dentro de ellos. Por una parte, existe un desequilibrio entre los países más ricos y los más pobres, siendo estos últimos los que más sufrirán el impacto del cambio climático, aunque son los que menos contribuyen a este. Por otra parte, esta desigualdad también se da entre las personas de un mismo país, ahogando las oportunidades de las más vulnerables. Por ejemplo, al conservar la tierra, una persona de un pueblo indígena absorbe el dióxido de carbono equivalente al que produce el 1% más rico de la población mundial. Pese a esto, los pueblos originarios siguen sufriendo persecución y discriminación, y apenas son incluidos en la toma de decisiones.
Al acercarnos al final de un año que ha desafiado todo aquello que dimos por sentado, es preciso reconocer que la pandemia es solo una muestra de lo que nos espera si seguimos así. Con este informe dejamos en evidencia que ha llegado el momento de repensar lo que viene en un planeta que sí tiene límites. Si abordamos juntos la desigualdad, sacamos el máximo provecho a las innovaciones y trabajamos conectados con la naturaleza, seremos esa generación que siente las bases de un futuro sostenible para todas las que vengan detrás.