Resiliencia en Argentina: Estrategias para adaptarse y construir bienestar

16 de Diciembre de 2024
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En un mundo cada vez más complejo, atravesado por la incertidumbre y la falta de seguridad en distintos sentidos, las personas enfrentan el desafío constante de adaptarse y sobrellevar las adversidades que impone un contexto cambiante. Sin duda alguna, la pandemia de COVID-19 puso de manifiesto que todo puede mutar en un instante y emergió como un claro ejemplo de la reconversión ocupacional que tuvieron que hacer las personas para poder subsistir; la adquisición de nuevas prácticas digitales a un ritmo acelerado para comunicarse, trabajar, pagar servicios, comprar lo necesario, etc. y generar o participar de nuevos espacios que promovieran lógicas comunitarias en contextos de aislamiento, entre otras cuestiones. En Argentina, un país marcado por crisis sucesivas, la resiliencia aparece como un eje transversal en las entrevistas realizadas por el Laboratorio de Aceleración del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el Co_Lab, como parte de una investigación regional[1], cuyo objetivo fue identificar cómo las experiencias y estrategias implementadas contribuyeron a la adaptación frente a retos multifacéticos y fluctuantes. Acá compartimos algunos hallazgos. 

Adaptación frente a la incertidumbre 

En la salida a campo, las preocupaciones principales identificadas giraron en torno a la dificultad de llegar a fin de mes y la búsqueda de una mayor estabilidad en distintos planos: económico, laboral y emocional, entre otros. De ahí que resulta comprensible que un miedo central sea no poder satisfacer las necesidades básicas (comida, vivienda, transporte y demás); este temor se acrecienta por el aumento del costo de vida, la precariedad laboral, la dificultad para acceder a nuevas oportunidades que permitan progresar y planificar a largo plazo. Los testimonios demuestran que las personas deben verse, una y otra vez, ante la necesidad de resistir, de arreglárselas de la manera que pueden con los recursos que cuentan o de reinventarse ante las crisis recurrentes. Esto se traduce en que la gente vive adoptando distintas estrategias, como, por ejemplo, la realización de trabajos ocasionales para mantener sus ingresos y el desarrollo de nuevos emprendimientos; también apelan a otras estrategias más prácticas de subsistencia, tales como las ollas populares. Esta necesidad de adaptarse recurrentemente implica esfuerzos personales y resulta altamente desgastante. Evoca la imagen de “hacer malabares”, además de tener la capacidad de interrumpir proyectos o afectar trayectorias de vida.

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Estrategias para el bienestar 

Las personas, frente a un contexto que las pone a prueba de manera reiterada, se ven obligadas a desplegar distintas estrategias, que van moldeándose en el camino, a fin de ganar seguridad y bienestar. Aunque la cobertura de las necesidades básicas constituye una condición necesaria del bienestar, no es suficiente. Las personas valoran dos dimensiones fundamentales: la salud y la familia y otras relaciones sociales significativas. A nivel salud, se destaca la preocupación creciente por la salud mental como un aspecto fundamental de la calidad de vida. Los testimonios señalan la importancia de prestar atención a las emociones experimentadas y de registrarlas a fin de reconocer la fuente de sus malestares y sus posibles efectos para favorecer la capacidad de anticipar respuestas. De hecho, en la salida a campo, se reflejó la necesidad de ir a terapia, pese a representar un gasto importante para algunas economías, y se expresó el privilegio que supone para quienes no pueden hacerlo porque se encuentran en situaciones de mayor vulnerabilidad socioeconómica. En la misma línea, también se valora la adquisición o consolidación de hábitos saludables, y la realización de actividades gratificantes, capaces de desconectar a las personas de los problemas que las aquejan. Entre estas estrategias de autocuidado, aparece la idea de prestar atención a las señales que da el cuerpo y llevar un estilo de vida saludable, que incluye hacer ejercicio, cuidar la alimentación y dormir bien, entre otras cuestiones. Asimismo, las prácticas al aire libre adquieren un rol fundamental para proveer un bienestar que, algunas veces, se lo considera perdido. Más allá de apreciar el entorno natural, la conexión con la naturaleza es valorada porque no solo permite reducir la ansiedad y el estrés, sino que también favorece los espacios para la reflexión. 

Por su parte, las relaciones familiares y comunitarias son fundamentales en la construcción de resiliencia porque apuntalan la capacidad de salir adelante más allá de los problemas consecutivos. En términos generales, y en concordancia con parte de la literatura sobre capital social, los lazos cercanos brindan bienestar porque ofrecen contención, apoyo y una serie de recursos, mientras que las dinámicas comunitarias fomentan la reciprocidad y la colaboración. El sentimiento de conexión y de poder compartir tiempo con familiares y amigos cercanos son elementos fundamentales en la calidad de vida. Por el contrario, la pobreza de tiempo o la falta de autonomía sobre su gestión representan grandes fuentes de frustración. En ese sentido, las personas valoran especialmente vivir tranquilas y los ámbitos que recrean lógicas comunitarias —en distintos contextos— donde los problemas pueden compartirse, se pone a disposición un mayor acceso a recursos para afrontarlos y se desarrollan dinámicas solidarias y colaborativas.

Lecciones a futuro 

Al reflexionar sobre estos temas, la pandemia de COVID-19 emergió como un desafío sin precedentes que, en perspectiva, trajo consigo lecciones valiosas. Entre los aprendizajes, se destacan el valor de los vínculos personales, la importancia de abordar la salud desde un enfoque integral y la necesidad de adaptarse rápidamente a los cambios imprevistos para poder subsistir y proyectar un mejor futuro. Sin embargo, la resiliencia no es un proceso individual aislado, sino que implica un esfuerzo colectivo que involucra a comunidades, instituciones y políticas públicas; además, acentúa la necesidad de construir sistemas más resilientes y adaptativos para enfrentar futuras crisis. En ese sentido, se destaca que es imprescindible priorizar a la salud mental como un asunto público y favorecer el acceso adecuado y equitativo a los servicios y recursos que la aborden. También es preciso fomentar y articular respuestas locales —complementarias a las iniciativas a gran escala— dado que permiten adaptar las soluciones a sus contextos y necesidades específicas. Estos aprendizajes pueden volverse estratégicos y facilitar que las personas y los grupos salgan adelante pese a las adversidades y logren progresar en contextos marcados por la incertidumbre.


[1]La Oficina de América Latina y el Caribe (RBLAC) impulsó una investigación regional para identificar cómo las experiencias personales y las estrategias implementadas contribuyen a la capacidad de los individuos para adaptarse a retos complejos y cambiantes. En Argentina, se realizó un relevamiento cualitativo con entrevistas semiestructuradas. La muestra intencional estuvo compuesta por 18 personas, provenientes de zonas urbanas y rurales, distribuidas equitativamente entre mujeres y varones, entre los 18 y 46 años, con una edad promedio de 29 años. En términos socioeconómicos, esta se pensó para incluir dos perfiles: uno con necesidades básicas satisfechas y un nivel educativo promedio de secundaria o universidad, y el segundo con mayores dificultades para mantener su calidad de vida, con un nivel educativo promedio de secundario del o de la jefa de familia, donde las decisiones de compra están esencialmente orientadas por el precio, y los principales gastos se destinan a alimentación, transporte, cuidado personal y pago de servicios. De la salida a campo, se reconocieron patrones y emergieron hallazgos compartidos.